Hablando el otro día con mi amiga Oruga (no es que mantenga conversaciones con esos animalitos que estoy un poco p’allà pero no tanto, es el Nick de una amiga) digo, hablando con ella recordé una cosa que me paso hace unos años y que ahora cuento al resto de mis muy amados lectores.
Andaba yo por la cincuentena o casi y estaba sin trabajo, algo apagadilla, con los ánimos flojos y unos amigos decidieron hacerme un regalito.
En frente de donde vivo hay una bodeguilla que en esa época organizaba excursiones, se juntaba un grupo de gente y cuando tenían el cupo necesario alquilaban un autocar y se iban por ahí a pasar el día, generalmente viajaban a Andorra donde aprovechaban para hacer compras, comer como gorrinos y volver a casa con la tripa y las bolsas llenas.
El caso es que decidieron organizar una excursión solo para gente que superara cierta edad, como el Inserso pero por libre y mis amigos compraron un billete que luego me regalaron con toda la ilusión y buena voluntad del mundo ¡nunca sabrán la gracia que me hizo!...
Para empezar tuve que madrugar, ya he dicho alguna vez que madrugué cuando mi madre me parió y no me gustó la experiencia, por lo que si puedo lo evito, pero en esa ocasión no pude evitarlo, el autocar salía a las 6 de la mañana de manera que a las 5:45 estaba en la bodeguita con cara de bobalicona (es la cara que se me queda a esas horas) tomando un café con leche con la esperanza de que cayeran chuzos de punta y se anulara el viaje, pero no.
Marchamos todos cual tropa bien adiestrada en búsqueda del autocar. Aclaro que yo era la más “joven” del grupo o sea que os podéis imaginar el panorama, bastones, por aquí, muletas por allá, cris cras de huesos renqueantes, y muchos ays y uys como fondo musical.
No íbamos a Andorra sino a unas cavas no recuerdo exactamente cuales(es un día que intento olvidar y casi lo consigo) La finalidad era la misma, comer como gorrinos y comprar todo el cava, butifarras y embutidos que nuestra economía tolerara.
El viaje de ida fue tranquilo, estábamos todos un tanto adormilados. La primera parada fue para desayunar y la cosa marchó bien.
Después de la obligada visita a las instalaciones de la bodega y la compra de productos autóctonos llegó la hora de la gran comilona, y ahí empezó mi calvario.
Una vez con la tripa a reventar llegó la cosa del baile, yo como iba desparejada me repantingué en mi silla con la esperanza de digerir tranquilamente todo lo que me había metido entre pecho y espalda. Una de las mujeres del grupo al verme separada y solita me llamó desde la pista, sonaba un cha cha cha creo, no sé algo de salsa si era porque yo veía enormes panderos de mujeres y hombres meneándose al mismo tiempo que se apoyaban en los respaldos de las sillas para no perder el equilibrio y arrearse un costalazo. Yo negué con la cabeza, con las manos, con los hombros, a voz en grito, negué tanto como pude pero la mujer vino hasta donde estaba, me tomó de la mano y me arrastró en medio de aquel meneo culero al que llamaban baile.
Antes de darme cuenta tenía a un hombre-chicle pegado a mí. Digo hombre porque no había niños pero lo que yo vi fue una gran cabeza en forma de huevo a lo ancho y más brillante que un estanque helado, me podría haber maquillado mirándome en ella.
Me aparté un poco para verle mejor y confirmé que efectivamente era un hombre. Me llegaba a la cintura y sólo dos pelos en punta en la coronilla alteraban el brillo de su calva que era lo único que yo veía de él, bueno y la punta de sus orejas.
Se agarró a mí como una lapa a su roca. Su bracito me rodeaba el culo, no porque quisiera no sino porque no llegaba más arriba. Y ahí empezó el escozor en mis rodillas. ¿Suponéis que parte de su anatomía rozaba mis rodillas? Pues eso.
¡Dios! Qué tarde más larga. Alguna alma caritativa de vez en cuando lo arrancaba de mí (un soplete y una escarpia hubieran necesitado para que la separación fuera efectiva) pero como si un cordón umbilical le mantuviera unido, a los pocos minutos volvía a contemplar su calva (insisto era plana y más ancha que alta, como el niño de la serie padre de familia pero en yayo) a tener su brazo en mi trasero y a sentir escozor en las rodillas.
Al día siguiente hice la promesa al santo patrón de las calvas relucientes de no volver a ir a una excursión en grupo nunca jamás de los jamases en lo que me resta de vida, no volveré a exponer a mis rodillas ni ninguna otra parte de mi cuerpo a rozamientos no deseados.